Boris Pinto*
¿Analfabetas funcionales, pero profesionales?
En días pasados tuvo gran resonancia la carta de renuncia a su cátedra, hecha pública por Camilo Jiménez, colaborador de El Tiempo y de El Malpensante, Jefe de Redacción de la revista Soho, además de profesor de Comunicación Social de la Universidad Javeriana.
Para quienes trabajamos en educación no resultan extrañas las quejas de Jiménez sobre la difícil tarea a la que nos enfrentamos hoy en día, en medio del ascenso vertiginoso de las tecnologías de la información, los microblogs y las descargas virtuales.
La tesis central de Jiménez es la siguiente: la dificultad de los nativos digitales para acceder a la soledad, a la intimidad necesaria para la producción de pensamiento, para desplegar la curiosidad, simplemente para fijar su atención – en medio de una cultura donde la interconexión es la regla – les impide aprender. Estoy totalmente de acuerdo con dicha tesis.
Y de ella se derivan otras lecturas que explican la precariedad a la que nos enfrentamos en los ámbitos de formación universitaria, por lo menos en nuestro medio. Jiménez trabaja con estudiantes de Comunicación Social y Periodismo. ¿Qué podemos pedir los que enseñamos en carreras donde la palabra escrita no es central?
Un residente de cuarto año de cirugía general, en un hospital universitario en Bogotá, escribió así una orden para realizar una cirugía en uno de sus pacientes hospitalizados: “Retiro de maya”, para referirse al retiro de una malla quirúrgica. Maya, como la civilización mesoamericana precolombina. Maya, como la abejita de la serie animada japonesa, la amiga inseparable de Willi, el zángano.
Claro, a su paciente le importará mucho más que el cirujano sepa ponerla o quitarla, y no que sepa escribirla sin errores de ortografía. Pero a la academia sí debe preocuparle tamaña barbaridad. El que no puede escribir, ni aún lo que realiza profesionalmente de forma cotidiana, puede ser un hábil artesano, un técnico experimentado, un perito competente, pero no debería aspirar al estatus de científico ni a las prerrogativas de un doctor.
Por supuesto, no es el caso de todos. Hay alumnos y profesionales serios, esmerados y brillantes, que traen desde la educación básica fundamentos y consistencia. Pero no es la regla general.
Si aquellos que deben impulsar la generación de conocimiento, investigación y desarrollo no saben conjugar las acciones que realizan operativamente, ¿qué clase de desarrollo significativo podemos impulsar?
Estas aseveraciones pueden parecer la perorata de un humanista nostálgico. Quienes invocan el ocaso de “la cultura escrituraria”, encontrarán estas afirmaciones como endechas de un viejo humanista, celoso de las antiguas costumbres, del decoro y de la ortografía.
La epidemia del plagio
Sin embargo, creo que de aquí se derivan algunas consideraciones que merecen una revisión más profunda desde la academia: la costumbre generalizada del plagio, y la falacia de la información basura en internet.
Vamos más allá de la ortografía. El plagio es una costumbre endémica. No sólo en instancias de pregrado (cabe recordar el caso reciente de plagio en la tesis doctoral del ex - ministro de defensa alemán, Karl Theodor Zu Guttenberg).
Este último semestre, algunos profesores comprobamos problemas flagrantes de plagio, textos enteros trasplantados al trabajo final por estudiantes de cuatro especializaciones distintas y por estudiantes de maestría. Plagio, incluso, entre profesores universitarios que cursan estudios de posgrado.
Por supuesto, el plagio no es una consecuencia exclusiva del acceso universal a internet. Hay antecedentes de diversas formas de copia hechas a mano: Es clásica “la salvaje apropiación de textos ajenos” (como afirma Jerónimo Ledesma) que utilizó Mary Shelley para la confección de su Frankenstein o el moderno Prometeo, mediante relatos enmarcados a partir del poema “The Rime of the Ancient Mariner”, de Coleridge.
En cambio, no es tan conocida la grosera copia perpetrada por uno de nuestros ilustres poetas colombianos (cuyo nombre me reservo para salvaguardar, hasta donde se pueda, su memoria póstuma), quien en uno de sus poemarios duplica la obra cumbre del escritor griego Odiseas Elytis, Dignum Est, desde la estructura formal y la versificación, hasta frases textuales (la carretilla tumbada de costado, lejanos y sin pecado, suavemente los últimos copos de sueño se alzan…).
Pero el problema se ha hecho incontenible con el acceso a la galaxiaGoogle. Este es uno de los legados problemáticos de la cultura tecno-científica: las preguntas no se dirigen a la esencia de las cosas; la pregunta, frente al objeto, es: ¿para qué sirve? Hemos pasado, como afirma Wilhelm Grenzmann, de una estructura moral, a una estructuraautomática: Poco interesa la esencia o el valor de las cosas; lo que importa es que funcionen.
Prótesis mentales
Esta estructura automática, que reemplaza la estructura moral, explica el desparpajo para copiar a mansalva las ideas ajenas. El otro factor es el ascenso de una cultura dependiente de las prótesis. ¿A qué preocuparse por la ortografía si Word trae incorporado un corrector de texto, aún si es falible?
Es posible que no recordemos el número de teléfono de nuestra esposa, o de nuestros padres; al fin y al cabo, están almacenados en una prótesis al alcance del pulgar. Dejar el celular en la casa o perder temporalmente la conexión a internet pueden desatar una auténtica angustia existencial, activando una forma de discapacidad. ¿Por qué debería yo procesar ideas, si la máquina es un procesador de información?
La estructura automática, y la cultura protésica, se complementan con lo que Lewis Carroll denomina en uno de sus escritos, la falacia del campanero: una mentira, repetida mil veces, termina convirtiéndose en una verdad de a puño.
En uno de mis cursos propongo la siguiente pregunta para que sea contestada en la clase siguiente: ¿por qué estaba loco el Sombrerero Loco, el personaje de Alicia en el País de las Maravillas? A la sesión siguiente, sistemáticamente la respuesta general es la respuesta que ofrece Wikipedia y la infinita colección de copias multiplicadas en la galaxia Google: que Lewis Carroll se inspiró en el síndrome del “sombrerero loco”, un síndrome frecuente entre fabricantes de sombreros en el siglo XIX, quienes utilizaban mercurio para tratar el fieltro de sus sombreros y sufrían los síntomas neurológicos de dicho síndrome. Por ello, dicen, Johnny Depp lleva el cabello naranja, en la reciente versión para cine de Tim Burton. Nada más alejado de la verdad. Pero el oráculo de Google lo repite millones de veces.
Buscando tesoros
¿Deberíamos retraernos de las redes sociales, de las herramientas informáticas, de la galaxia Google? Nada más utópico. Una vez alcanzado algún nivel de confort tecnológico, difícilmente queremos regresar a etapas superadas. La evolución tecnológica hace parte de nuestra naturaleza humana, y no es una empresa fácil intentar sustraerse a la evolución cultural.
Le corresponde a las instituciones educativas, y a nosotros, los educadores, la inaplazable tarea de promover, demandar y exigir la minuciosidad en la búsqueda de información y en la producción de conocimiento significativo.
En medio de la cultura de la nimiedad, nos corresponde a los catedráticos la demanda por una forma de rigor y de excelencia, que no es simplemente técnica; es una demanda ética que empieza por la reivindicación de la estructura moral desde la academia. Y esta es la prerrogativa de los fuertes: en cuanto abunda la basura, la búsqueda de tesoros demanda virtud.
* Profesor de Bioética en la Fundación Universitaria Sánitas. Médico, magister en Bioética, profesor universitario de Bioética, miembro del Comité de Ética Institucional de la Investigación Universidad el Bosque. Colaborador de la Revista Alarife Universidad Piloto de Colombia, Revista de la Universidad el Rosario, Revista Agricultura de las Américas.
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